Comencé el mes de Febrero con 8 kilos menos y en mi cama de hospital. El olor a desinfectante no se me iba de la nariz, pero me daba igual, me pasaba el día queriendo dormir o al menos lo intentaba manteniendo los ojos cerrados, lo que me evitaba tener que hablar con las visitas. Mi hermano vino con una caja de galletas que por supuesto no podía ni probar, pero bueno, la intención es lo que cuenta (pensaré). Estuvo 15 minutos, preguntó literalmente cómo me iba la cosa y si me había visto las tripas. Después se marchó diciendo que había quedado. Hizo infinitamente más que mi madre, a la que avisaron y dijo que ya me visitaría cuando estuviera fuera del hospital que le agobiaban mucho. Honestamente prefiero que no llegara a visitarme.
A y C vivían prácticamente en el sillón de imitación a cuero negro de la habitación, no se separaron de mi lado. Supongo que todo el mundo imagina lo solo que te sientes en un hospital si nadie te acompaña y paradójicamente, me daba igual que no hubiera nadie. No quiero sonar desagradecida porque no tendré años de vida para agradecerles lo suficiente todo el amor y la dedicación que me han dedicado, pero digamos que entré en un punto de apatía y pasotismo tal, que me daba exactamente igual todo. La frase común de todas las enfermeras era:
- "¡Anímate, mujer! Mira lo delgada que te estás quedando, ¡ni en la Buchinguer de Marbella! Si tus amigas tienen el cuarto que parece una suite
Y ahí les doy la razón, no me faltaban las flores (se encargaba A), B aunque no pudo venir por trabajo, me mandó las suscripciones de 5 revistas, y un camisón muy mono de H&M, y aunque su fuerte es animar, C improvisó trayendo un montón de globos de colores que ató en mi cama. Lo cierto es que aunque se esforzaban por animarme, las pobres apenas podían hablar del disgusto. Pasaron como 3 pacientes por la habitación, todos para operaciones y la frase que solía oír era:
- "Uh, la pobre, qué mala cara tiene... bien mala tiene que estar, ¿verdad?"
Cuando C se quedaba conmigo, A se esmeraba en prepararme cremas para poder comer y aunque al principio lo intenté, lo pasé tan mal en el baño que no quería abrir la boca. Sólo que era contraproducente y me obligaban a comer papillas. Paradojas de la vida, hacía menos de un mes había estado alimentando a Ana con potitos y papillas de verdura parecidas a las que yo debía tomar ahora.
Pasada la primera semana, hubo un cambio y apareció en escena un enfermero al que curiosamente conocía: fue un compañero en Empresariales, hasta que decidió cambiarlo por la enfermería. Al principio lamenté encontrármelo y que supiera exactamente qué me había pasado, pero después me motivaba el verle cada día. Era un chico muy agradable, muy atento conmigo, me hacía sentirme bien y olvidar por segundos que estaba en una cama de hospital con un camisón de vieja y que necesitaba urgentemente hacerme la cera (el pasarme la cuchilla me traía negra).
Para San Valentín me trajo una flor y 4 días más tarde salía del hospital con ganas y con miedo, mis piernas endebles de tanto reposo me temblaban al salir a la calle. Llegué a casa y sentí alivio. Más aún al día siguiente, quería borrarlo todo. No me habían sacado el tema, pero si yo no denunciaba, además de mi amiga, había más mujeres dispuestas a hacerlo. También acabé sabiendo que no iba a seguir trabajando para cuidar a mis niños. A y C pensaron, tras acordarlo con mi jefa, que lo mejor era retrasar la información al máximo. Es cierto que yo llevaba un mes en el hospital, que mi jefa estaba ya casi de 5 meses y necesitaba buscarse a alguien que la ayudara. Alguien que no tuviera que hacer reposo para una clavícula rota, ni rehabilitación para la fisura en la muñeca... Estaba oficialmente de baja y después pasaría al paro. El saber que ya no iba a cuidar yo de los niños fue aún peor que el dolor de mi intestino perforado, pero tenía tal nebulosa mental que no podía pensar. Me dediqué a escuchar las canciones de yoga y relax en la cuenta spotify de A. Y aunque cambiaba el título, me parecían todas una misma canción. La banda sonora de mi mes de febrero.
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